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Un espacio de reflexión

Entre el deísmo moderno y el salto de fe existencial: de la razón ilustrada a la fe de Kierkegaard

Introducción

Durante los siglos XVII y XVIII, el pensamiento europeo atravesó un cambio radical en su forma de comprender al mundo, al ser humano y a Dios. La llamada Ilustración promovió la razón como el criterio principal para juzgar la verdad, lo moral y lo social. En este contexto, también surgió una nueva forma de religiosidad: el deísmo, una corriente que sostiene la existencia de un Dios creador y racional, pero que niega la posibilidad de milagros, revelaciones sobrenaturales o intervención divina en el mundo. El deísmo buscaba conciliar la fe con el pensamiento científico, y fue adoptado por filósofos como Voltaire, Rousseau y Kant.

Sin embargo, en el siglo XIX, el filósofo danés Søren Kierkegaard reaccionó con dureza ante esta visión racionalizada de la religión. Para él, la verdadera fe no podía reducirse a una idea lógica ni a una moral universal. La fe, según Kierkegaard, es una experiencia individual, angustiante y paradójica, que implica un salto más allá de lo que la razón puede comprender. Este ensayo analiza tres puntos clave que distinguen el deísmo moderno de la propuesta existencial de Kierkegaard: la manera en que cada uno concibe a Dios, la forma en que entiende la relación del individuo con lo divino, y el significado profundo de la fe como acto.

Desarrollo

  1. Dos formas de concebir a Dios

 

El deísmo ilustrado parte de la idea de que todo lo que existe puede ser comprendido por la razón. Por eso, también la existencia de Dios debía ser demostrada racionalmente. Para los deístas, Dios es como un arquitecto o un relojero que diseñó el universo con leyes fijas, lo puso en marcha, y luego se retiró. Es decir, Dios no se relaciona directamente con los seres humanos ni realiza milagros ni envía revelaciones, porque eso iría contra el orden natural. En palabras de Voltaire: “Dios no ha creado el universo para intervenir constantemente en él, como si lo hubiera hecho imperfecto desde el principio” (Voltaire, 2003). Esta concepción ofrece una visión ordenada del mundo, compatible con la ciencia, pero a costa de alejar a Dios de la vida cotidiana.

Kierkegaard, en cambio, rompe con esta visión al afirmar que Dios no puede ser captado por la razón humana. En su obra Temor y temblor, utiliza el ejemplo de Abraham para ilustrar una fe que desafía toda lógica: cuando Dios le ordena sacrificar a su hijo, Abraham obedece, sin cuestionar ni exigir explicaciones racionales. Este acto sería considerado inmoral o irracional desde cualquier perspectiva ética universal, pero para Kierkegaard, es un testimonio del carácter radical de la fe. Él escribe: “La fe comienza precisamente donde termina la razón” (Kierkegaard, 2015, p. 74).

La diferencia aquí es profunda: mientras el deísmo trata de explicar a Dios como parte del orden racional del universo, Kierkegaard sostiene que lo divino es una paradoja, es decir, una realidad que parece contradictoria, pero que debe ser aceptada tal como es. En este sentido, Dios no es un concepto abstracto, sino un misterio que solo puede ser abordado desde la vivencia personal.

 

  1. El lugar del individuo: sujeto universal vs existencia singular

 

La Ilustración puso al ser humano en el centro del pensamiento, pero bajo una forma muy particular: el sujeto racional, universal, capaz de conocer, juzgar y actuar con base en principios morales objetivos. Kant, por ejemplo, propone una ética basada en el imperativo categórico, que ordena actuar solo según máximas que puedan valer como leyes universales. Esto implica que todas las personas, usando la razón, pueden llegar a las mismas conclusiones morales. En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant defiende la idea de una religión racional y moral, accesible a todos sin necesidad de revelación sobrenatural (Kant, 2006).

Kierkegaard, por su parte, considera que este enfoque borra lo más importante: la existencia concreta del individuo. Para él, cada persona es única y debe enfrentarse sola a decisiones profundas, especialmente en lo que respecta a la fe. La vida humana no puede reducirse a principios universales, porque está atravesada por emociones, dudas, contradicciones y elecciones que no pueden resolverse lógicamente. Kierkegaard introduce el concepto de angustia existencial, que es la experiencia interna del sujeto cuando se da cuenta de que debe elegir sin tener certezas. La fe no es una creencia heredada ni una conclusión racional, sino una decisión libre, personal y difícil.

Este enfoque marca una diferencia radical con la visión ilustrada del individuo. El sujeto kantiano es predecible, coherente y racional. El sujeto kierkegaardiano es incierto, frágil y está constantemente confrontado con la libertad de decidir. En palabras del propio Kierkegaard: “La verdad es la subjetividad” (Kierkegaard, 2015, p. 184). Esto no significa que la verdad sea caprichosa, sino que las verdades más importantes —como la fe— no se imponen desde afuera, sino que deben ser vividas desde dentro.

 

  1. El acto de fe: certeza racional o salto en lo desconocido

 

Para los pensadores de la modernidad, la historia humana avanza gracias a la razón, la ciencia y el progreso. En este contexto, la religión también debía transformarse y adaptarse a los nuevos tiempos. La fe, entonces, era vista como una convicción razonable, coherente con el conocimiento científico y útil para mantener un orden moral en la sociedad. Esta es la idea que sostiene Kant cuando afirma que la religión debe estar dentro de los límites de la razón. Como señala Prieto (2010), en el pensamiento moderno “la razón se transforma en medida de lo verdadero y criterio de lo real” (p. 153). Todo lo que no pueda justificarse racionalmente es considerado superstición o error.

Un ejemplo concreto de esta visión ilustrada de la fe se encuentra precisamente en Kant. Para él, no es necesario recurrir a milagros, dogmas o emociones para sostener la creencia en Dios. Lo que se necesita es una fe racional, es decir, una confianza moral basada en la necesidad de postular la existencia de Dios como fundamento de la ley moral. En otras palabras, Kant sostiene que la idea de Dios no se demuestra científicamente, pero es una exigencia de la razón práctica: sin la idea de Dios, el deber moral perdería coherencia. Esta es una fe sin misticismo ni misterio, que no se apoya en revelaciones, sino en el compromiso racional con lo correcto. En su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant afirma que «la moral conduce inevitablemente a la religión» (Kant, 2006), entendida esta como una consecuencia ética del uso de la razón, no como una experiencia subjetiva o emocional.

Desde esta perspectiva, el creyente ilustrado vivía su fe como una extensión natural de su razón moral. No necesitaba practicar rituales complejos ni esperar señales divinas: su creencia en Dios era similar a creer en un principio universal que da sentido a la justicia y a la responsabilidad moral. Por ejemplo, un cristiano kantiano de la Ilustración podía asistir a la iglesia no por obediencia a una tradición revelada, sino por convicción racional de que vivir moralmente requiere una estructura simbólica que refuerce su deber. No rezaba buscando intervención divina directa, sino como forma de reflexión ética interior. Así, la fe se transformaba en una actitud ética y racional, despojada de todo aspecto emocional, sobrenatural o misterioso. Era una fe serena, moderada, compatible con la ciencia y orientada a la mejora moral del individuo y de la sociedad.

Kierkegaard, por el contrario, cuestiona esta visión profundamente. Para él, la fe no puede ni debe estar sujeta a pruebas o demostraciones, porque en ese caso ya no sería fe, sino conocimiento. El auténtico creyente no necesita pruebas, necesita decisión. La fe, según Kierkegaard, es un “salto” —una metáfora que indica que el creyente debe lanzarse al vacío de lo desconocido, confiando en lo que no puede ver ni entender del todo. Este salto no es irracional en el sentido de absurdo, sino que es una forma superior de compromiso con lo inexplicable.

Este acto no se opone a la razón, pero sí la trasciende. Kierkegaard no desprecia la razón, simplemente señala sus límites. Donde la razón ya no alcanza, la fe comienza. En este sentido, el salto de fe es también un acto de libertad: el individuo se hace responsable de su creencia sin garantías. No se trata de un acto pasivo, sino del máximo ejercicio de autonomía, porque nadie puede creer por otro.

Desde esta perspectiva, el creyente kierkegaardiano vive su fe como una experiencia íntima, intensa y arriesgada. A diferencia del creyente ilustrado, no busca certezas, ni se siente moralmente seguro; más bien, reconoce su angustia, su fragilidad y su necesidad de confiar en algo que no puede explicar. Por ejemplo, un creyente existencialista podría enfrentarse a la muerte de un ser querido o a una enfermedad incurable y, en vez de buscar respuestas lógicas, decide seguir creyendo que hay un sentido, incluso si no lo comprende. En lugar de recitar fórmulas dogmáticas o doctrinas morales, se sumerge en el silencio, en la oración como diálogo personal con un Dios que permanece oculto, y cuya presencia no se prueba, sino que se siente en lo profundo del alma. Es una fe que no tranquiliza, sino que conmueve y transforma, porque involucra todo el ser del individuo, no solo su pensamiento.

 

 Conclusión

La comparación entre el deísmo moderno y la fe existencialista de Kierkegaard muestra dos formas profundamente diferentes de entender tanto a Dios como al ser humano. El primero busca claridad, universalidad y coherencia racional. El segundo abraza la duda, la paradoja y la vivencia personal. Para los ilustrados, la religión debía adaptarse a la razón; para Kierkegaard, la fe auténtica solo aparece cuando se acepta lo que la razón no puede resolver.

Este contraste refleja no solo un cambio filosófico, sino también una transformación en la sensibilidad moderna: de un mundo ordenado y lógico, a un mundo donde cada individuo debe buscar su propio sentido. Kierkegaard no rechaza la modernidad, pero sí la desafía, mostrándonos que hay aspectos de la existencia —como la fe, el amor, el sufrimiento o la muerte— que requieren más que razonamientos: exigen una respuesta personal, libre y profundamente humana.

 

Referencias

  • Kant, I. (2006). La religión dentro de los límites de la mera razón. Alianza Editorial.
  • Kierkegaard, S. (2015). Temor y temblor. Alianza Editorial.
  • Prieto, L. (2010). El espíritu de la filosofía moderna en sus rasgos esenciales. Thémata. Revista de Filosofía, (43), 149–170. https://revistascientificas.us.es/index.php/themata/article/view/530/495
  • Voltaire. (2003). Tratado sobre la tolerancia. Ediciones Akal

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